Rafael Loret de Mola – Única gran verdad
Por Rafael Loret de Mola
Hace unas semanas, en Mérida, mi querido hermano José –es mi cuñado, pero lo considero así porque nos une la lucha social de manera irreversible, hasta el fin-, en animada charla sobre la perspectiva nacional, me soltó una sentencia que debe ser motivo de análisis en este país en donde las confusiones reinan:
–“La única verdad en México… es la mentira”.
Musité algo para mis adentros y luego absorbí la frase pensando en la inmensa fraseología presidencial rebosante de democracia y falsedades en un país ahíto de escuchar siempre lo mismo; si no fuéramos olvidadizos los mexicanos ya nos habría cansado la recurrencia informativa de cuantos han pasado por las alcobas de Los Pinos creyéndose redentores, cada uno en su tiempo, y ofreciendo un finiquito contrario, siempre, a los intereses del colectivo.
Es un hecho, además, que los ex presidentes, desde Adolfo López Mateos hasta el actual –son a quienes les he escuchado mensajes “patrióticos” en el curso de mi agitada vida profesional desde que mi padre me expresó su deseo de que escuchara el informe inicial del primero, cuando apenas contaba yo con siete años, casi con devoción hacia la figura institucional-, no han hecho sino repetir las grandes prioridades nacionales, insuperables dentro de sus respectivas gestiones: la miseria de tantos, las desigualdades extremas y el hambre de millones de mexicanos quienes deben afrontar el reto de la emigración para salvarse. El señor López Mateos, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, gran orador, resumió así el drama:
–“Pobres de aquellos que van a pedir una patria prestada teniendo ésta tan grande, tan bella y tan entrañablemente nuestra”.
En mi imaginación brotó la esperanza de que aquellos “malos compatriotas” entendieran lo importante de quedarse en su país antes de ofrecer sus manos a los odiosos “gringos”. Luego comprendería la verdad: no tenían opción porque en su suelo no encontraban oportunidades de trabajo, perspectivas de futuro. Lo supe cuando un amigo de mi padre, Fernando Batista –otrora periodista, yucateco, y sin relación alguna con el dictador cubano, Fulgencio-, me recibió unas semanas en Nueva York hace tantos años cuando ya había vencido la animadversión que sentí cuando, en El Paso, encontré un letrero que nos prohibía a los mexicanos acceder a una cafetería con aspecto de vagón de ferrocarril. Jamás podré olvidarlo.
Batista me habló de cuanto debían padecer –pese a su inexplicable fobia, para mí, en contra de los hombres de color-, cuantos llegaban a los Estados Unidos, desde México, para someterse a una cultura distinta que, por cierto, asimilaban con enorme rapidez: ni un papel tiraban a la calle lo que siempre hacían en México. Era muy confuso entender el comportamiento de nuestros paisanos cruzando la frontera y comparando cuanto hacían, con descuido y dejadez, en su tierra.
Aprendí entonces la capacidad de los nacidos en nuestra patria para asimilar horrores e infamias. Y sobre todo, para callar ante la simulada dictadura del partido único, tan peculiar, que López Mateos debió inclinarse por las apariencias inventando a los “diputados de partido” quienes, sin ser votados directamente -dado que todos los distritos los ganaba el PRI salvo dos o tres excepciones en cada elección-, podrían ampliar el marco de falso pluralismo en el Congreso tras las presiones de la Casa Blanca sutilmente deslizadas por el presidente Kennedy durante su estadía en la capital mexicana. Esto fue en julio de 1962, el mismo año de los misiles, en plena “guerra fría”.
Desde entonces, cuanto sucede con la clase política es una mentira presentada como si fuera, cada vez, una reforma estructural que, en realidad, sólo ha mermado la soberanía popular, esto es la capacidad del conglomerado a señalar el destino y no someterse a los designios de un petí comité ensoberbecido hasta el nivel más alto imaginable. Fue así como los antiguos cacicazgos posrevolucionarios confluyeron, lamentablemente, hacia el presidencialismo autoritario, jamás extinto como demagógicamente anunciaron los fox. En alguna ocasión, el hidalguense Manuel Sánchez Vite fue reconvenido por Luis Echeverría, un tanto alarmado por los excesos y desplantes del primero –quien sufría ataques de epilepsia continuos-:
–Me dicen, Don Manuel, que usted tiene y ejerce un cacicazgo en su estado.
–No, señor presidente, que no le mientan. El único cacique que conozco en México… habita la residencia oficial de Los Pinos.
Y no hubo más futuro para el audaz ex presidente del PRI, entre otros múltiples cargos incluyendo el de gobernador de su entidad. Tenía razón, pero no era el momento para expresarlo aunque ahora se puede decir y escribir críticas más severas, con pobre repercusión –salvo entre la ciudadanía responsable-, porque la clase política tiene los oídos como tapias y no cuentan con más biblioteca que los anaqueles adornados de ejemplares empastados con delicadeza pero sin contenidos; en casa de un ex mandatario lo descubrí como igualmente me sucedió en un pomposo salón de eventos cuando lo visité por vez primera.
No extraña con tales precedentes que las mentiras prosigan en torno al horror de los sucesos de Iguala y Cocula en agosto de 2014. Si los padres de las víctimas, los cuarenta y tres como los designa la voz popular, han viajado por el mundo exigiendo justicia –sería interesante conocer a los promotores y patrocinadores de tales periplos para deslindar especulaciones-, entre los órganos de justicia en México se han tirado la pelota de las falsedades sin cesar y con absoluta ignominia. Una y otra vez, insisto, sin fincar responsabilidades a los miembros del gabinete presidencial quienes se han cansado de mentir. Bueno, ni al ex procurador, hidalguense por cierto, Jesús Murillo –Morío- Karam, quien quedó suelto pero nadie toca luego de sus asertos deleznables sobre “la verdad histórica” de aquel brutal acontecimiento en el sentido de una incineración múltiple en los claros del bosque de Cocula.
Me indigna saber que la Comisión Internacional de Derechos Humanos haya señalado la inmensa falsedad como ya lo habíamos hecho algunos periodistas, pocos, ante la imposibilidad de cotejar las versiones de Morío con los hechos sucintos y cuanto iba surgiendo, incluyendo la devastadora intervención del Batallón 27 de Infantería con sede en Iguala, que acorraló a los jóvenes hasta en los hospitales a donde fueron recluidos en principio. Pero, claro, nada de esto merece el cese del general Salvador Cienfuegos Zepeda, secretario de la Defensa Nacional.
¿Tampoco ahora el pequeño señor peña, cada vez con menos apariciones públicas y un remedo de audiencias privadas en las que apenas habla, se atreverá a ponerse, de verdad, la alicaída banda tricolor? Digo, cuando menos, para pedirles su renuncia a los funcionarios incapaces relacionados con el drama, desde el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, hasta los procuradores Morío y Arely Gómez González Blanco, la última de las galardonadas de Televisa. Esto es como si por ellos no hubiera pasado un solo expediente.
Sí, las mentiras prevalecen. Como la mayor de todas ellas: que sigue gobernando, de verdad, el señor peña cuando es bien sabido que a éste se impone una agenda corta, por motivos de salud, mientras los hilos del poder los mueven los tres agraciados del gabinete: Luis Videgaray Caso, Aurelio Nuño Mayer y el mencionado general Cienfuegos; la influencia de este último –mal encarado durante la lectura del mensaje presidencial en Palacio el pasado 2 de septiembre- es tan notable como descarada y representa uno de los mayores desafíos contra la soberanía popular.
PARO NACIONAL. 14 DE OCTUBRE.