Rafael Loret de Mola – Presea Libertad
- Presea Libertad
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- Ganga: Soldados
Por Rafael Loret de Mola
Me imagino que me sucede lo mismo de quienes aspiran, cada año, al Nobel en sus respectivas ramas. Quizá, en su fuero interno, se pregunten qué les hace falta para alcanzar el galardón al medir y observar sus aportaciones; la mayor angustia es cuando se valora lo hecho y parece imposible superarse a sí mismo. Debe ser terrible haber alcanzado el techo y perder por la intervención de algún envidioso o porque, sencillamente, otro personaje, en cualquier parte del mundo, fue mejor y más relevante aunque cueste años asimilarlo. En cierto modo, la tortura de la vanidad, un canal de aguas negras de la soberbia, es incomparable. Corroe hasta la profundidad del ser herido por no poder imponerse al “otro” con quien se le compara.
Desde mi niñez asimilé que ver hacia arriba, la figura de mi padre, hacía de hecho imposible cualquier pretensión de superarlo. Sólo dos veces le vi furioso por cuestiones políticas –la peor cuando el PAN ganó la alcaldía de Mérida en 1967-. Tenía menos de quince años entonces pero fue sorprendente que ni siquiera quisiera escuchar a Chelito cuando le acercó una bandeja de pan dulce. A cambio, estrelló su copa con agua –él bebía raras veces ginebra aunque algunos infames insisten en plantear, sin conocimiento alguno de causa, que murió ebrio; lo dice así el pobre diablo campechano, Hernán Lara Zavala, a quien tantas ganas tengo de encontrarme-, y musitó quien sabe cuáles palabras llenas de rabia y rencor.
Carlos Loret de Mola Mediz fue presidente del Club de Periodistas durante dos años. Recuerdo que le acompañé, con frecuencia, al viejo edificio de Filomeno Mata 8, al lado de la Torre de Papel en donde era tradición encontrarse con los diarios editados en cada rincón de nuestra mágica República –a mí me fascinaba hojearlos y hasta me parecía increíble que en dos, tres días, pudiéramos contar con los periódicos de sitios tan lejanos como Baja California o Yucatán, en donde él escribía. Otros llegaban, como nudos redondos y una liga para sostener la dirección, a la puerta de casa allá por la calle de Anaxágoras, en la Narvarte. Siempre sentí inquietud que las manos por las cuales pasaban aquellos tubos de papel nunca hurtaran la mercancía… y no por falta de curiosidad sino porque, de verdad, había respeto por el correo y por los mexicanos entre sí.
De las épocas como director de periódico de Don Carlos –años después tendría la misma experiencia en mi añorada Irapuato cuando además atesoraba a una bella familia, pese a las envidias, con dos niños hermosos y una madre amorosa, como un cromo de Navidad-, recuerdo cómo desde muy niño, con tres o cuatro años de edad, acudía a sus cotidianos, primero “El Mundo” de Tampico –yo nací allí bajo el fuego de las batallas periodísticas-, después “El Heraldo de Chihuahua” –que compraría décadas más adelante empeñando todos sus ahorros sin los réditos esperados-, y más tarde su entrañable Excélsior que, en lo particular, me dio la impresión de que murió junto con él.
Cuando chiquillo mi botín más apreciado no era, como lo es ahora para casi todos los niños pudientes, un Iphone 6, sino los plomos con mi nombre que, cuando bajaba a las prensas y observaba a los linotipistas, me regalaban aquellos cuyas tareas consistían en hacer posible formar las placas para poderlas introducir a las ruidosas rotativas. ¡Y, ahora que lo pienso, luego de un repaso a las galeras –los amasijos de papel con la primera impresión destinada a los últimos ajustes, sobre todo ortográficos-, el público lector recibía la mercancía casi sin errores, bastante menos desde luego a los que aparecen hoy en la época de la tecnología digital!
Recuerdo cada día con la luminosidad de la vocación y no con el horror de los días oscuros cuando los prepotentes, con pistolas al cinto, llegaban a presentarse para reclamar alguna nota que les involucraba. Un día de los cincuenta, allá en San Luis Potosí, el cacique de la Huasteca, Gonzalo N. Santos, ordenó retirar todos los anuncios, oficiales y comerciales, de “El Heraldo”. Y la mayor parte de los colaboradores del mismo, asustados, salieron en tropel de la redacción. Mi padre, junto con quien sería su secretario personal durante largos años, Régulo Castañeda Altamirano –otro grande del periodismo-, y una joven reportera, decidió no dejar de publicar la edición del día siguiente a pesar de las amenazas y colocó en cada espacio vacío por la propaganda retirada leyendas de este calibre:
–“Anuncio boicoteado por el sátrapa y asesino, Gonzalo N. Santos”.
Fueron más de cuarenta las provocaciones directas a quien se pretendía dueño de vidas y heredades. Y nunca lo olvidó el personaje quien mandó secuestrarme, en Tampico, cuando apenas tenía tres años de edad. Mi madre, Berta, me cuidó toda la noche mientras los solidarios vecinos se armaban para impedir que “Mano Negra”, el desalmado Agustín Ojeda pistolero de Santos con fama de colocarse un guante negro cuando debía cumplir las órdenes homicidas de su patrón, quien saltaba de techo a techo, pudiera bajar para llevarme con él. Yo dormía y cuando el ruido me inquietaba veía a mi madre, junto a mí, y volvía a soñar como sueño hoy, tantas veces, con su fragancia y entrega.
Así crecí. Y no podía ser otra cosa que periodista. Cuando los infames -¡responde bartlett, cobarde!¡responde emilio gamboa, hipócrita!-, cortaron su existencia simulando un burdo accidente de automovilismo, aunque ya tenía algunas medallas en la sangre por mi lucha contra algunos gobernadores enanos, sentí que debía recoger su bandera y lo hice. Fue duro, durísimo, porque radicalicé la crítica acaso al impulso del dolor y la impotencia por exigir justicia en una época en que, de hecho, se seguía la regla de la trilogía:
–En México se puede hablar de casi todo, pero hay que valorar hasta donde llega “el casi”.
Y bien sabíamos cuáles eran los límites irrenunciables:
–Jamás te metas con el presidente, ni con el ejército, ni desde luego… con la virgencita de Guadalupe.
A estas alturas puedo decir que, a cada paso, he procurado siempre adelantar estos límites no detenerme ante ellos. Creo en mi libertad de expresión y en la de mis lectores para estar informados lo mejor posible y evitar con ello las manipulaciones infames. Lo he sostenido siempre: la crítica es, en nuestro país, el ÚNICO CONTRAPESO real a los abusos del poder. (Por allí algunos columnistas poco imaginativos han querido robarme la idea pero el público sabe bien de dónde provino). Y con esta filosofía seguí y sigo mi andar no pocas veces arrastrando las amarguras por los amigos que se alejan, los familiares que temen o medran con descaro aduciendo el mismo apellido, las mujeres que llegan al límite de la resistencia y abandonan el barco; y, en fin, cuantos me dicen, no pocas veces, que no voy hacia ninguna parte.
Por fortuna son más, muchos más, quienes sostienen mi espíritu en las jornadas de derrota cuando percibo que ya todo terminó; mis hijos, entre ellos, y un puñado al que no nombro porque cada uno sabe quién es y cuánto bien me han hecho. Cien veces me derribaron y, hasta hoy, ciento una me he levantado en cada amanecer listo a utilizar mi fusta, no al cinto sino delante de mí, convertida en máquina de escribir. Alguna vez un célebre villano, Guillermo González Calderoni, me amenazó:
–Si usted utiliza sus armas contra mí; yo recurriré a las mías.
Yo escribí y él no disparó un solo tiro… pero fue asesinado meses después de nuestro encuentro, en Mac Allen, quizá porque ya no quería que hablara de más luego de señalar a carlos salinas como su tutor.
Les cuento todo esto porque hoy, a mis sesenta y dos años, alcanzo una meta que veía lejana, acaso perdida: el Premio Nacional de Periodismo, por mi trayectoria aseguran, que entrega el Club que presidió mi inolvidable Don Carlos, de manos de auténticos periodistas y sin intervención del mal ponzoñoso de la politiquería. Así lo creo y por eso acudiré con gusto a recibirlo, esta misma mañana, sin detenerme a pensar, porque no me da la gana, si lo merezco o no. Lo quiero y voy por él.
Debate
Es curioso que reciba el Premio Nacional de Periodismo cuando acaba de anunciarse que las expectativas de vida de los mexicanos han descendido en dos años y dos meses. Los hombres, de acuerdo a este estudio, tendremos como promedio una vida de setenta y dos años, bastante baja si comparamos los niveles del primer mundo, sobre todo Europa, siempre y cuando no se guerree por órdenes del Pentágono u sus sucedáneos europeos. Hoy, no estaría tan seguro de que la humanidad tenga mejores posibilidades ante las grietas abiertas por la soberbia, otra vez, de las potencias, lo mismo en Ucrania que en Palestina o Israel.
Pero vale la pena detenernos por un instante. Nuestro país, técnicamente, no está en guerra con ninguna otra nación. Nuestro drama es interno, hasta ahora, y galopa sobre los caballos de la muerte de Washington en donde, de verdad, se regula el mercado de drogas, las rutas y las aduanas que quedan libres a determinadas horas para introducir las drogas vigiladas por la CIA, sobre todo, la NSA y la DEA. Es un genocidio perfectamente calculado, entonces, sostener la lucha entre bandos similares cuando no disminuyen en un solo gramo las exportaciones de estupefacientes al poderoso país vecino del norte y no existe ningún retén que detenga a los grandes tráileres que se llevan la cocaína, el opio y la marihuana; en cambio, ¡qué olfato para detectar a los infelices indocumentados quienes sólo va en busca de una oportunidad de trabajo que nuestro gobierno les niega!
De pronto apareció, casi de la nada, el secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete Prida, peñista hasta donde la razón pierde los sustentos, para anunciarnos que se reducirán doscientos cincuenta mil empleos más. Más manos baratas para los especuladores estadounidenses o también más desesperados que aceptan formar parte de los sicarios. ¡Qué gobierno más sensible!
La Anécdota
Breve referencia. Por si no fueran pocas las muestras de identidad entre la cúpula empresarial y el ejército, ahora los patrones están dispuestos a recontratar a los militares que causen baja por retiro e incluso a aquellos que lo hagan antes por alguna razón, entre la enfermedad y el cansancio por la beligerancia.
Sigue la oligarquía, pues, concentrándose. ¿Qué esperan verdaderamente? ¿Cuánto ocultan a los ojos de una opinión pública desdeñada por quienes creen tener la capacidad perpetua de engañarnos? Lo único que podemos adelantar es que la simbiosis, observada ya hace meses en esta columna, puede resultar devastadora sobre todo si, como se piensa, la salida del presidente de la República en funciones se precipita. No es una hipótesis hacia la utopía.