Candidatos Cínicos y El Grito de Hidalgo

  • Candidatos Cínicos.
  • El Grito de Hidalgo.

Por Rafael Loret de Mola

La gama es tal que somete hasta a la incredulidad y la convierte en fuente de entendimiento; si todos son malos es menester elegir al menor peor. Este es el razonamiento imperante entre un amplio sector de la población convencida, además, en el ejercicio del voto como elemento sustantivo para asegurarse mexicanos de bien y no permitir la manipulación de la voluntad colectiva… cuando, no pocas veces, es al revés. 

Abstenerse, lo he dicho en otras ocasiones, es también un acto político relevante si se hace luego de meditar en la pobreza de la oferta política y la tendencia a jugar con las mismas reglas a pesar de los embustes y fraudes coligados unos a otros. Dicen que quien por su gusto muere que lo entierren parado; y tal parece ser la norma de la mayor parte de la clase política insistente en repetir en sus cargos para refugiarse de sus propias rapiñas o cuidarse las espaldas en tiempos de vacas flacas. Buen ejemplo de ello son Emilio Gamboa y Manuel Bartlett, quienes perdieron el faro de la dignidad hace ya varios sexenios.
Me preguntan por quién votar y, la verdad, siempre me he negado a inducir a los lectores con mis sugerencias, creyente como soy del libre albedrío y de la independencia de criterios, explicablemente no afines por las condiciones y circunstancias peculiares de cada quien. La democracia, o el rescoldo de la misma, es esencialmente eso: una fórmula para dirimir, entre individualidades, la senda del colectivo asegurando así liderazgos con respaldo mayoritario.

En fin, es seguro de quien gane los próximos comicios, en este 2018-, no lo hará por mayoría absoluta, ateniéndonos a los resultados oficiales que por allí marcan las cosas, ni en sueños guajiros. Y, es más, para cuantos quieren ponerme sellos les digo: estoy harto de los partidos, tanto, que prefiero fijarme en los candidatos y sus perspectivas antes de medir a las dirigencias de sus respectivos institutos y a las estructuras de los mismos. Por ello, votaría distinto en cada entidad federativa con aspirantes a gobernador –Guanajuato, Jalisco, Morelos, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Puebla y Tabasco-, sin que ello implicase traición alguna a mi conciencia sino refrendo a que la partidocracia se asfixia ya ante la incredulidad masiva si bien algunos abanderados pueden ser rescatados apenas de la ignominia.

Vivo en el Distrito Federal, nací en Tamaulipas, me formé en Mérida y soy hijo adoptivo de Tlaxcala –en Coahuila me alejaron por el cacicazgo Moreira-, por lo cual el dilema planteado se complica. 

Anécdota

Un verraco gachupín, José Antonio Sánchez, presidente nada menos de Radio y Televisión Española, se dio en decir que los aztecas debieron ser exterminados porque fueron tan sangrientos como los nazis. La estupidez es mayúscula pero no sólo eso: el sujeto ofendió a los mexicanos y, cuando menos, debe exigirse la intervención de la Secretaría de Cultura, para ilustrarlo, y la Cancillería para declararlo persona non grata y evitar así que sus plantas pisen nuestro suelo hollado por su ignorancia. Esto fue hace un año y no hubo la menor respuesta de nuestro superior gobierno, vergonzosamente de rodillas.

Recuerde el imbécil que fueron los invasores, con caballos y armaduras, quienes llevaron la crueldad a niveles inimaginables, despreciando a quienes moraban ya en territorios de Mesoamérica, violando, matando y esclavizando a fuerza de obligares a profesar su fe, situada en el amor pero que engendraba odios por sus practicantes. Por algo, el padre Hidalgo –aunque algunos ahora se empeñen en negarlo-, gritó a los cuatro vientos, en la hora de las campanadas de Dolores: ¡Mueran los Gachupines!

De seguir permitiéndose afrentas verbales contra la historia, como lo ha hecho el verraco presidente de Radio y Televisión Española a quien debiera prohibirse su entrada al país, corremos el riesgo de perder nuestra idiosincrasia. Rescatemos la cultura mexica y repudiemos a los gachupines que pretenden vindicar la invasión hispana, entre 1517 y 1522, cuando corrió la sangre indígena a cambio del oro y la plata robados por los aventureros sin higiene.

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