La californiana
Por Ilka Oliva Corado / @ilkaolivacorado
Iba en mi bicicleta disfrutando la ciclovía y el paisaje del lago Michigan en el centro de la ciudad, cuando de repente pasó un adolescente punk en su bicicleta californiana, lo sentí como un ventarrón, aire frío que me erizó la piel y se me vinieron de golpe los recuerdos de mi infancia con la “cuernos de chivo.” Me detuve y me le quedé mirando, ida, y la nostalgia me invadió aguándome los ojos. Respiré profundo y continué pedaleando ya no estaba ahí, no había ningún lago, volví a ser niña y retorné a las calles empolvadas de mi arrabal.
En aquella pobreza que alguien tuviera una bicicleta era lujo de lujos, nadie en mi cuadra tenía una, de hecho en el arrabal habían muy pocas. Un día se mudó a la colonia un vecino nuevo que vivía a unas cuadras de donde vivíamos nosotros y llegó con su negocio bien armado de rentar bicicletas. Digamos que por el negocio era el millonario del lugar, porque con aquella necesidad y los cientos de niños del arrabal su renta de bicicletas le dio para construir su casa al estilo, “las casitas del barrio alto.” Tampoco teníamos dinero para rentar, pero hacíamos coperacha y lográbamos rentar una BMX durante una hora y nos dábamos la grande colazo tras colazo, hacíamos fila a la orilla de la arada y nos dejábamos ir en la bajada del inicio de la cuadra. Pedaleábamos rápido porque sabíamos que el tiempo estaba contado y todos queríamos disfrutar. Rentábamos una con tacos, nos íbamos tres en cada aventón: uno en los tarugos, entro en el tubo sentado y el otro que pedaleaba.
Entre mi pasiones aparte del balompié está la bicicleta, mi mamá siempre me prometía que si ganaba el año escolar me iba a comprar una y nunca sucedió. Así pasé toda la primara, los básicos y me gradué de diversificado. Un buen día llegó mi tío Roberto hermano de mi Tatoj, vivía en Río Dulce cuidando una finca, la visita fue corta a ese tío tampoco lo conocía, de la familia de mi papá conozco muy poco; pues me vio tan ilusionada jugando con los patojos en la bicicleta rentada que me dijo que en la finca tenía una bicicleta que no usaba y que en el próximo viaje me la iba a llevar y así lo hizo, al año siguiente me llevó la bicicleta.
Para mi sorpresa y desilusión de niña estaba en pésimas condiciones, prácticamente era basura: las llantas pinchadas, sin frenos y oxidada, sin nada de pintura. Estaba inservible, pero me enamoré de ella era una californiana a la que yo llamé “la cuernos de chivo.”
Un amigo mío ex novio de mi hermana-mamá, cipote también que en ese tiempo no pasaba de los 16 años, había terminado con mi hermana pero como nos conocíamos todo el cipotal siempre llegaba a visitarnos, trabajaba pintando carros y un fin de semana llegó con todo el equipo de trabajo y por la tarde nos dedicamos los dos a lijarla quitándole todo lo oxidado y la pintamos de color azul policromado, no me cobró nada, él compró la pintura porque yo ni para un dulce… Y también llevó los parches para los pinchazos y le compusimos los frenos. Aquella bicicleta quedó nítida. Era una felicidad que nos colmaba a los 16 Hombres de mi Vida y a mí, porque siempre fuimos una para todos y todos para una. Lo que era de uno era de todos. En la austeridad uno aprende a compartir, a que lo que es de uno es de todos, en la pobreza nace un amor puro, leal, inigualable, la amistad es íntima y transparente porque lo único que uno tiene para compartir es su esencia, y la da a manos llenas. Uno pierde todo pudor y morbo, es la inocencia la que florece en las amistades de arrabal y de pueblo.
Le dimos duro a la esa bicicleta, y hacíamos competencias de carretitas. Alquilábamos una y con la mía teníamos dos, poníamos bloques y tablas y las teníamos que saltar con las bicicletas y hacíamos guanacas. Ahorré como pude de la venta de helados y le compré tacos para aprovechar y que fuera otro cipote encaramado en la parte de atrás, iba otro en el sillón, otro en el tubo y uno pequeñín en el timón. Éramos el vivo demonio. En esos instantes olvidábamos el hambre, el frío, las pijeadas que nos daban nuestras mamás en la casa, el maltrato, el trabajo. Porque todos trabajábamos, unos recogiendo basura, otros cortando leña, otros cargando bultos en el mercado pero las tardes eran nuestras nadie podía con nosotros. Éramos la furia y para las batallas campales el mero mosh.
Pocos meses nos duró el encanto porque mi tío llegó de visita nuevamente y cuando vio la bicicleta arreglada se sorprendió pensó que ya estaba en la basura, le dijo a mi papá que se la iba a llevar de regreso porque le servía en la finca y lo hizo, se la llevó y yo lo odié por no tener palabra. Por destruir mi alegría de tener bicicleta y dejarnos a todos los niños de cuadra sin la felicidad de las tardes. Ese día me prometí que yo misma me compraría mi bicicleta y que nadie, absolutamente nadie quitaría de mi vida el placer de disfrutarla. Pasaron muchos años para lograrlo, lo primero que hice con mi primer sueldo de maestra fue ir a enganchar una bicicleta montañesa que me compré por abonos en la Cadena del Ciclista. Fue con curar la herida de mi infancia.
Luego emigré y compré una bicicleta para ir al trabajo porque no tenía cómo transportarme, un buen día se la robaron del estacionamiento de bicicletas del edificio donde vivo, resulta que fueron unos borrachitos centroamericanos y mexicanos que ahí la andan sin el menor descaro, no les dije nada porque son una parvada como la de mis amigos de infancia y la usan entre todos. Me enojé en el primer instante pero después me dio risa, y cuando los veo encaramados en la animala no puedo más que ver a los 16 Hombres de mi Vida en la cuadra de mi arrabal. Saben que yo soy la dueña y encima me saludan cuando nos vemos en el parque, lo único que les digo es que la hubieran pedido mejor en lugar de robarla.
Para comprar mi bicicleta actual ahorré 3 años, para mis condiciones de indocumentada es un lujo de lujos, es mitad montañesa y mitad de carrera. Y es de mi amores, de los pocos amores que tengo en este país: mi bicicleta, mi cámara fotográfica y mi reserva forestal rentada. Tal vez un día me atreva a comprar una californiana, por el puro placer de ponerle tacos y agarrar aviada como en los años tan hermosos de mi infancia, aunque jamás será igual, de los 17 de la parvada de cipotes solo quedamos 15.
Para los 16 Hombres de mi Vida, con este amor inigualable.