HAY QUE PONER LÍMITES SOBRE TODO AL PODER
Por Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
Nuestro mundo se ha convertido en un mar de olas, donde todas están interconectadas, cada una de ellas con su propia identidad, compartiendo marea con las otras, haciendo familia en definitiva. Al mismo tiempo, por desdicha, este cúmulo de ondas en ocasiones germinan violentamente, otras sin latido, desbordadas por la suciedad de una sociedad achaparrada, que no piensa nada más que en el consumo material. Para todo hay que poner límites, si en verdad queremos crecer como especie pensante. La prosperidad no puede ser privilegio de unos pocos. Tampoco podemos seguir desvirtuando lo innato, lo natural, a nuestro antojo. Necesitamos que los vínculos no queden en el vacío, que la economía respete los términos de la sensatez, y que no desfallezca la dependencia del bienestar humano con las relaciones sociales y la justicia.
El efecto contagio, para bien o para mal, y mayormente con el vehículo de propaganda que son las redes sociales, viene generando una inseguridad sin precedentes, con el consabido sentimiento de desazón, que nos deja sin nervio y, lo que es peor, sin brújula de orientación. Los ataques ya no vienen solo por tierra, mar o aire, también están en la nube, en los ciberataques, que como ha dicho un dirigente de Naciones Unidas, “deberían estar recogidos en la Carta de las Naciones Unidas, en su capítulo VII, que define las amenazas y quebrantamientos de la paz y los actos de agresión”. Sin duda, sería un buen avance para la humanidad, al menos yo así lo pienso. Pongamos voluntad y paciencia que lo conseguiremos, máxime sabiendo que el sosiego llega después de amasar mucho amor. Como tantas veces he escrito: Uno tiene que verse en el prójimo para que el mundo cambie.
Los aires no son muy placenteros que digamos. Todo hay que decirlo. La incertidumbre nos saca de quicio, nos desorienta, de ahí la importancia de frenar aquellos agentes que generan inseguridad. En efecto hay que poner barreras, ya no digo militares, sino también políticas, de cooperación y colaboración, de diplomacia y diálogo en suma. Operaciones que han de ser llevadas a buen término con transparencia, para que el que cometa alguna irregularidad, por leve que nos parezca, se le detenga o cuando menos se le paralice la labor contaminante o corrupta. No podemos continuar en ese afán de derroche, sin pensar en los demás, deshumanizándonos, pues todo está integrado hacia lo armónico.
La familia, fuente primordial de vida, está constituida en una sociedad y en una cultura que, a su vez, está compuesta por individuos diversos, moradores de un planeta, que nos exige un sistema ecológico vital, respetuoso con aquello que nos rodea. Precisamente, durante el mes de febrero, concretamente el día veinte, celebramos el Día Mundial de la Justicia Social; una onomástica que hoy más que nunca debe hacernos reflexionar a todo el mundo, pues si trascendental es erradicar la pobreza y promover el empleo pleno y el trabajo decente, no menos primordial es achicar las desigualdades, la igualdad entre los sexos y el acceso al bienestar social que todos nos merecemos, por el hecho mismo de ser ciudadanos del planeta.
Indudablemente, la justicia social es un principio que armoniza, fundamental para la convivencia pacífica y próspera, dentro y entre las naciones. Por eso, es sustancial poner demarcaciones en todo, también al dominio. Para el escritor y teólogo francés, Fénelon (1651-1715), ” el poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”. Ciertamente, cuando se pierde el ascendente influjo de la valía, es muy difícil dirigir nada, incluso hasta nuestra privativa existencia. Está visto que en todos nuestros proyectos es esencial el trabajo en comunidad, pero los poderosos que suelen ser una minoría privilegiada, tienen que concienciarse de que el poderío también es servicio, entrega y generosidad. No es tiempo de que unos opriman a los otros, sino de la mano tendida para reforzar los niveles mínimos de protección social e incluir a quienes viven excluidos socialmente. Al fin y al cabo, todos somos hijos de la vida, y como tales, hemos de forjar uniones encaminadas a un futuro mejor para todos. No es posible lograr equidad alguna si dejamos en el camino a quienes son explotados social y económicamente. Como tampoco es viable templar superioridad en el pedestal, cuando por ambición se simula ser honrados. Sea como fuere, todos nos merecemos un mínimo de dignidad que nos permita ser algo para poder cuando menos hacer algo, ser dueño de sí mismo, ¿qué menos?. Desde luego, el lenguaje del entusiasmo nos lo valemos porque sí.
Hay, por otra parte, en algunas cuestiones que no cabe poner límites, por ejemplo a la hora de considerar a todo ser humano más allá de las fronteras ideológicas y confesionales. Dicho lo cual, abatidas las inútiles verjas, es crucial para el desarrollo mundial activar líneas de actuación que nos reconduzcan a planteamientos integradores. La brecha que cohabita entre los más pobres y los más ricos en el mundo ha crecido como jamás, acrecentando de este modo los conflictos violentos que tiene sus raíces en tantas injusticias vertidas, con notoria discriminación y pobreza generalizada. En esto sí que hay que ponerse manos a la acción y ahondar en la capacidad de discernimiento. Hoy por hoy, en el mercado laboral, los jóvenes, los migrantes, las mujeres y los indígenas son los que más a menudo sufren desempleo. También reciben los salarios más bajos o bien ningún ingreso. Sería bueno, por consiguiente, impulsar la transcendencia de políticas sociales de acceso universal, además de modificar las normas sociales, culturales y políticas, así como revisar las actitudes que perpetúan la marginalidad.
Es indispensable un cambio para construir sociedades avanzadas libres, inclusivas y equitativas, con vocación ecuménica. Tenemos que despojarnos de toda arrogancia dominadora, que lo único que fomenta es el atropello, en lugar de ponernos en asistencia a todo aquel que nos necesita. Ya lo decía Cervantes en su tiempo: “la ingratitud es hija de la soberbia”. En este sentido, no se puede permitir que la República Popular Democrática de Corea, continúe lanzando misiles, violentando resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Este afán de provocación lo que hace es aumentar mucho más la tensión en el mundo. O ponemos límites para ser cumplidos o esta carrera armamentista nos lleva a la autodestrucción. Yo me quedo con la rogativa de Gandhi: “Mi arma mayor es la plegaria muda”.
Queramos o no admitirlos, en el horizonte de nuestra época, han crecido los signos de muerte, hasta el extremo de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su alumbramiento, o también antes de que lleguen a la meta natural del anochecer. Aquellos que aglutinan el poder debieran pensar en esto, puesto que son responsables de esta cultura dominadora, endiosada, omnipotente, que ni escucha, ni acoge. En cualquier caso, y a pesar de tantos acontecimientos dolorosos que a diario nos sobrecogen, no podemos dejarnos invadir por el desaliento, tenemos una historia detrás, y un camino recorrido, que debe ayudarnos a promover un diálogo sincero que nos fraternice. No será fácil, pero tampoco es imposible, a poco que avivemos el encuentro, apoyándose en el sentido común, sabiendo que ingresar en el terreno de los hechos es asociarse al mundo de los límites. Verdaderamente, la naturaleza impone sus propias leyes. No juguemos, en consecuencia, con armas, porque al fin alguien las utilizará en contra nuestra. El que avisa no es traidor. Dicho queda.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
12 de febrero de 2017