De penas y olvidos
POR CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Las penurias de este país están todas entrelazadas en nudos apretados de carencias, abusos, impunidad, injusticia. Es imposible abarcarlo todo en un párrafo limitado a los parámetros editoriales, pero al darse una vuelta por las áreas marginales y observar con ojos limpios de prejuicios y una mente abierta para no clasificar lo inclasificable, quizá podríamos ser capaces de comprender esa parte de la maraña social que nos es tan ajena en apariencia, pero cuyos efectos nos tocan a diario.
Allí se refleja el monumental desprecio de los gobernantes —y también de los gobernados con poder— por la integridad y los derechos de las personas cuyo trabajo aporta una cuota significativa en los indicadores económicos del país, aporte que por supuesto no se refleja en su calidad de vida. Esas desigualdades colocan una alarmante etiqueta sobre el nombre de Guatemala en los foros internacionales y en indicadores de desarrollo cada vez más bajos.
Entre las manifestaciones de estas deficiencias del sistema que rige a la nación están la mortalidad materna, la desnutrición crónica infantil, el escaso acceso a la educación y a los servicios de salud, pero por encima de todo eso el fenómeno perverso de la venta de niñas para ser utilizadas como objeto sexual a través de matrimonios precoces, en redes de trata de personas y como esclavas domésticas en hogares de todos los estratos socioeconómicos.
Siento un dolor enorme cuando veo a esas criaturas inteligentes, inocentes, bellas y abandonadas que son las niñas de Guatemala, entregadas a hombres adultos como parte de una transacción inhumana pero aceptada como algo normal. Las truecan por una vaca, por una cuerda de terreno, por unos cuantos quetzales. Su destino es un bien mercantil sin mayor importancia, pero la ruindad del trato trasciende la vida entera de esas víctimas infantiles y acaba no solo con sus ilusiones, también con su integridad física y psicológica.
Guatemala no es el país ideal para la niñez y la adolescencia, aun cuando una gran parte de su población pertenece a ese segmento. Tampoco es justo afirmar que la corrupción político gubernamental es la única responsable de ese estado de cosas, porque la esclavitud doméstica de las niñas —muy especialmente rurales e indígenas— es una tradición altamente apreciada en los hogares citadinos, desde siempre.
Por eso me duelen las niñas de Guatemala, porque han sido sacrificadas en aras de un sistema de vida que no las alcanza ni las favorece en nada. Porque los patrones de las fincas, los padres de familia, sus hermanos, sus vecinos o sus maestros las consideran todavía parte de su propiedad y, por consiguiente, creen tener el derecho de someterlas. De ahí los embarazos en niñas y adolescentes, un denigrante signo para una sociedad que se considera a sí misma democrática, solidaria, patriota y decente. Los embarazos en niñas son una muestra en pequeño de los alcances masivos de las violaciones sexuales, una de las más perversas manifestaciones del machismo imperante en nuestros días. Hay una deuda acumulada por décadas y es tiempo de pagarla con educación, salud y respeto. Pero, sobre todo, con la correcta impartición de justicia.