Como un esbozo
Por Ilka Oliva Corado / @ilkaolivacorado
No había cumplido los nueve años de edad cuando empecé a tomar. Los culitos de los litros de cerveza que bebían mis papás. Yo era la que iba a pedirlos fiados a la tienda y en el camino me empinaba el litro porque me daba curiosidad el sabor, qué era tan agradable para que mis papás lo bebieran tanto hasta emborracharse, no pasó mucho tiempo para que supiera y le agarré el gusto y mis venas se llenaron de licor mientras hervía mi sangre caliente en la furia de la frustración, la miseria, la marginación y el maltrato.
De los culitos de los litros pasaron a ser tragos de alcohol, cervezas y litros de cervezas hasta que olvidaba mi realidad y dormía sedada, no quería despertar a mi existencia de ira. El vicio lo viví a todo lo que dio con los 16 Hombres de mi Vida, nos íbamos la parvada a la cantina Las Galaxias a olvidar lo que nos quedaba de vida. Los bailes callejeros fueron fieles testigos de las farras que nos pegamos y sacamos ahí mismo al compás de la apercolladera y el contorneo propio de quien hace de la calle su cómplice. Regresábamos en horas de la madrugada abrazados cantando en todo el ancho de la cuadra ; “el que no se quite lo botamos, el que no se quite lo botamos…”
Por ser la única mujer del grupo me cuidaban con sus vidas y era la primera que pasaban a dejar a su casa, me hacían camita para que me trepara en sus espaldas y saltara el cerco de adobe del patio de atrás y no despertar a nadie en la casa. De una me desnudaba y me bañaba con el agua fría del tonel para empezar el día laboral a las tres de la madrugada en punto. La única que se daba cuenta porque dormíamos en la misma cama era mi hermana-mamá que nunca se atrevió de denunciarme con mi mamá porque sabía que me despellejaba viva y quería evitarme la amargura de recibir más golpes. La encontraba rezando no sé cuántos padres nuestros que cuando me veía llegar volvía a la vida.
A esa hora ponía el agua para el café, desmoldábamos los helados, metíamos palito a otros, y comenzaba el oficio adentro y afuera de la casa para irnos a las ocho en punto al mercado a vender helados dejando todo limpio, las cabras ordeñadas, limpio el chiquero, comidos los coches, las gallinas, los patos, lavada la ropa y barrido el patio. Bien desayunados los cumes que les íbamos a comprar leche de vaca a las cuatro de la mañana a la aldea La Selva. Leche que no probábamos porque desajustábamos la comida de los niños.
Y con aquella goma que me bajaba a panadas de agua fría porque no había de otra. Y así el alcohol me acompañó en mi infancia, en mi adolescencia y en mi edad adulta. Días me emborrachaba con mis papás que ya bien a pichinga agarraban por discutir, lanzarse los platos, los cubiertos y las ollas; a las dos hijas mayores nos tocaba correr a proteger a mis hermanitos pequeños para que no les cayeran encima los pedazos de platos. Después a limpiar el desastre y darnos cuenta que no habían tazas para servirles el café a los cumes, ni platos, nos tocaba ver de dónde sacábamos para comprar en el mercado, estoy segura que nos los daban fiados en la miscelánea.
Mi mamá no tomaba hasta que le descubrió una infidelidad a mi papá y nuestra casa se volvió un infierno, a mí me cayó el doble por ser negra como mi papá y ser idéntica a él en lo físico, para terminarla de joder resulté con el carácter del demonio de mi mamá, cuando estaba enojada no podía ni verme y yo hervía por dentro. Me alejaba de su vista y me perdía en la arada, barranqueando, pastoreando las cabritas, emborranchándome y reventándome la nariz a trompadas en las peleas callejeras con los patojos de mi arrabal.
Tampoco fue fácil para mis hermanos pero la deschavetada de la familia soy yo, desprotricada a todo lo que da, resuelta y necia a morir.
No fue fácil para mis padres tampoco, niños que parieron niños, dos adolescentes que se conocieron mientras trabajaban cortando algodón en una finca; que tuvieron cuatro hijos y que vivían en la miseria, caos por doquier en aquella nuestra casita de Ciudad Peronia. Mi papá que se aparecía una o dos veces por mes, se la pasaba en carretera todo el tiempo piloto de trailer. Mi madre con esa y tantas puñaladas por la espalda de un marido infiel. No, aquello era desolador.
Eso sí sin dejar ni por un segundo mis obligaciones con los helados, los animalitos, los cumes y el colegio. Mi vida se tornó en un averno, me llené de ira y mi única forma de expresión fue a trompadas. Para esos años comencé a escribir poesía, andaba por los catorce. Me trepaba en el tapial del patio de atrás y perdía la vista en mis montaña verde botella, pero pudo más el alcohol, mi furia, mis pelas callejeras y mi frustración, dejé la poesía a un lado y me agarré con todas mis fuerzas del balompié que me permitió sobrevivir la etapa más oscura de mi vida.
Cuando ejercí el arbitraje las personas me detenían en la calle para pedirme autógrafos, me llegó la fama, y yo me moría por dentro, se apagaba lentamente mi luz y mi único amparo seguía siendo el alcohol. Y me hice maestra y me moría por dentro y decidí no renunciar a lo único que me permitía olvidar mi ira y mi enojo con la vida. Un día emigré y mis infiernos crecieron, se volvieron gigantescos, incontrolables caí un abismo profundo, y lo que no hice de adolescente lo hice de adulta; dormí en tantas camas que perdí la cuenta, busqué en el sexo, en brazos ajenos lo que yo tenía en los míos y desconocía. Insatisfecha y vacía, árida y ensimismada, llorar ya no me servía, tampoco darme golpes de cabeza contra la pared, ni gritar, ni salir a correr hasta cansarme.
Llené mis venas de alcohol, me servía para dormir unas horas aunque siempre despertaba en las madrugadas entre brincos y gritando, se repetían en mi memoria las imágenes de la frontera y en un sudor frío me descubría temblando. Beber me permitía olvidar por instantes la frontera. Y fui cayendo cada vez más hondo, más hondo, más hondo en ese abismo insondable de mi depresión post frontera. Todo se me acumuló, el maldecir estar viva, mi realidad de indocumentada, los recuerdos feroces de ese desierto, el no encontrar una sola oportunidad para desarrollarme en este país, y bebí y bebí hasta que un día cansada, con las venas llenas a reventar de alcohol en una madrugada comencé a escribir poesía con la angustia y la agonía de quien se ha dejado morir, fue un pequeño esbozo: y aquí estoy. Mi ira se convirtió en poesía.
Mi letra es el aire que respiro, mi catarsis. Cada vez bebo menos. Sigo siendo la vergüenza de mi familia y ahora más por atreverme a ventilar en este blog que es una ventana al mundo las intimidades de un hogar de periferia como cualquier otro. Por supuesto, sigo siendo una hija del demonio. Hay cosas que no cambian nunca.