¿Quién fue el asesino? y La cobardía galopante


Por Rafael Loret de Mola
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Pasaron cincuenta años y me temo que los perdimos. Hoy, al despertar –lo que es siempre una suerte de milagro de la naturaleza-, sentí que ya tenía más años en la piel que los admitidos por mi conciencia y mi sangre. La mente es joven cuando no se han desechado los sueños ni se dilatan las esperanzas. 

Un amigo decía, con su singular proclividad a los apotegmas “sociales”: “si después de los sesenta, al levantarte, no te duele nada… lo siento, estás muerto”. Eso me pasa hoy: las heridas siguen abiertas pero mi voz no se apaga, se eleva, reclamando todavía justicia para quienes, por ser estudiantes, con edades entre dieciocho y veinte años, valientes y enérgicos, envalentonados por la juventud que observa a la muerte distante, fueron vilmente masacrados por los asesinos, francotiradores y elementos del ejército cuya imagen se deterioró para siempre aquella terrible noche de la Plaza de las Tres Culturas.

Recuerdo cuando miro el centenar de fotografías publicadas por el semanario Por Qué! –cuando todavía era libre su editor y no mancebo burgués de los caciques yucatecos-, la brutalidad represora, sin sentido ni base, de un gobierno angustiado por los tiempos a diez días del inicio de los Juegos Olímpicos, el espejo negro de Tezcatlipoca que díaz ordaz exaltó por encima de cualquier posibilidad de diálogo aunque, falsamente, extendiera la mano para tranquilizar las aguas; mintió, en su momento, como mintió echeverría en el suyo con la fragua del “destape” en cierne cruzando acusaciones y rutas con el tamaulipeco Emilio Martínez Manatou, a quien creyeron culpable por las maniobras de su adversario y futuro presidente.

Lo terrible, lo que agobia el alma y el pensamiento, es cuanto devino después, sobre todo luego del “remate” siniestro de la represión, el 10 de junio de 1971 ya con echeverría en Palacio Nacional: las alas de los sueños por un porvenir mejor, de jóvenes líderes revolucionarios, fueron cortadas de tajo y con ellas dejaron de volar varias generaciones posteriores, cohibidas ante la dimensión del drama o cobijadas por el productivo conformismo del reacomodo “maduro” dentro del establishment. Y son varios los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga, histórico, quienes se han vestido con el disfraz de diputados o senadores, sin cambiar nada ni aportar algo. 

El luto mayor es por quienes pudieron ser hoy los guías de un México distinto que no fue. Esos muchachos valerosos, mancillados por el ejército amoral bajo órdenes de cernícalos armados hasta los dientes, podrían hoy marcar las diferencias con los oportunistas, arribistas y pobres incondicionales de tal o cual icono. Incluso alguno habría llegado a la Presidencia para honrar la banda tricolor y no hacerla trizas como la dejará el inapelablemente repulsivo peña nieto. Sólo sus hijos –y hacen bien por los valores que ello entraña- lo defienden.

A cincuenta años del clamor y del dolor, guardo luto por la sangre nueva que no pudo germinar bajo la lluvia de metralla y la brutalidad del presidencialismo asfixiante que no debe volver a pisotearnos. Agarremos vuelo que los sueños siguen.

La Anécdota

La cobardía la personifica luis echeverría Álvarez quien, a sus noventa y seis años, no ha sido capaz de revelar la verdad sobre los sucesos del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. Sin pudor ha señalado a su predecesor como el responsable de la matanza de Tlatelolco pero se guardó, siempre, de los señalamientos sobre la persecución infame de los “halcones”, la renuncia posterior de Alfonso Martínez Domínguez –ordenada por él para tapar los agujeros de la política sucia-, y la desvergonzada actitud hacia los jóvenes reclutados por el sistema. Fueron peores sus agravios, sin duda.

Es hora de revisar la historia y bajar de sus nichos a quienes, con antifaces de revolucionarios, mataron a los caudillos para ocupar sus sitios y reposan juntos bajo la cúpula del monumento que debió ser la sede del Legislativo como ideó Porfirio Díaz Mori, el dictador a quien algunos descocados añoran. Nada sería peor que retornar a estos tiempos de la aristocracia de la Ciudad de México y de la “duquesita del duque Job” de Manuel Gutiérrez Nájera.
Las comparaciones, a veces, sirven. Y ésta es, aunque parezca delirante, una que nos coloca en alerta.
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