Partido Republicano y El Racismo Incubado

Por Rafael Loret de Mola

Sin duda, el Partido Republicano de los Estados Unidos tiene más de siete vidas. Ha sufrido, en carne propia, algunos de los sucesos más denigrantes a lo largo de la crónica norteamericana –no americana como suelen puntualizar pomposamente quienes no respetan las soberanías de las naciones al sur del Bravo-, y pese a ello no cesan de revolver los distintos aceites y posturas de quienes lo forman; creo, de verdad, que el grupo más preparado es hecho a un lado cada que llegan los tiempos electorales. Por ejemplo, estoy seguro de que Condoleezza Rice, la ex secretaria de Estado de Bush junior, republicanos los dos, hubiera hecho un espléndido papel contra la señora Clinton.

Pero no. A través de las décadas la concatenación de errores sólo ha podido amortiguarse por dos elementos que privan, por desgracia, entre sus seguidores: la xenofobia y, por consiguiente, un nacionalismo exacerbado y ramplón que contradice los sostenes de la moderna globalización. A estas alturas, tras mostrarse el “pato” Donald Trump, el miserable, con todo su fulguroso racismo, me aterra, como ya he expresado, el hecho de que exista entre el electorado estadounidense, cuando menos, la mitad de seguidores de una política belicosa, incendiaria, brutalmente discriminatoria y perseguidora de los inmigrantes cuyos brazos abaratados sustentan la economía del sur estadounidense. 

Ya hemos percibido, desde hace un año, el mal talante contra los mexicanos en no pocos ciudadanos y funcionarios de la Unión Americana; a medida que Trump aumentó sus momios en las encuestas cuando candidato, las fobias igualmente se observaban al alza al grado de que el trato y el lenguaje corporal hacia los mexicanos eran ofensivos por evidentemente despectivos. Bastaban las miradas para medir la sorna y el desdén que les producía nuestra noble condición de mexicanos y de visitantes, dos razones suficientes para merecer una recepción menos fría y, desde luego, con igualdad de cortesías respecto a los residentes. 

Hace un año se avizoraba la fuerza de Trump, incluso en entidades en donde los inmigrantes forman un círculo de electores importante, como en Florida, Texas y California. De hecho, sólo en este último estado de la Unión era predecible el apoyo a la señora Clinton sobre todo gracias a los buenos oficios de sus operadores que exaltaron las burdas maneras del adversario republicano hasta mostrarlo de cuerpo entero, incluso desnudo como decenas de figuras, con aire de Botero muy lejano, expuestas en los jardines de Nueva York y no muy lejos de la pomposa Trump Tower que ni siquiera es suya exceptuando un piso de oficinas y el restaurante.

Ahora puedo explicarme, tras las ofensas vertidas por “el pato”, la siembra del terror en distintas comunidades turísticas, como Orlando en Florida y Las Vegas, en medio de una tensión enorme mientras los Obama, los predecesores, no paran de bailar; y lo hace también que ya están contratados para seguir ganando millones de dólares al año: sólo por la publicación de las memorias de cada uno, Michelle y Barack, podrían obtener veinticinco millones de verdes divisas; casi lo que puede obtener un “capo” analfabeto o un expresidente baldado… como fox.

La Anécdota

Hablemos del Partido de los elefantes, desde 1874 por cierto, como símbolo de “buena suerte” para los republicanos; y, de hecho, la constante alternancia con los demócratas demuestra la utilidad no sólo del símbolo sino de la renovación estructural cada que los mandatarios de otra filiación son decepcionantes; por ejemplo, cuando la caída de Richard M. Nixon, acaso tan brillante como político que oscuro como pandillero y espía. Su deserción, en 1974, fue un golpe macizo, tremendo, un nocaut que no pudo remontar su partido, mucho menos con el fútil interinato del golfo Gerald Ford, otro de los magnates en plan de bomberos. (Las imágenes que de él se recuerda es con las piernas sobre el escritorio de la oficina oval y pescando con sombrerito primaveral). Hasta allí llegaron los republicanos para dar paso a un timorato Carter, demócrata.

Pero acaso, el episodio que resulta el mejor precedente de lo realizado por Trump, lo encontramos en la campaña amenazadora de Barry Goldwater en la campaña contra Lyndon B. Johnson a un año de la tragedia de Dallas y con el repulsivo asesinato de Kennedy aún en la mayor parte de los corazones de los estadounidenses. Barry, fuera de foco, trató de ser incendiario y acabó sembrando temores cuando el mundo se había debatido dos veces ante la posibilidad de una tercera confrontación universal, durante la crisis de los misiles y el magnicidio referido. 

Sin género de dudas, Goldwater representó los ominosos complejos del norteamericano común que cree ser superior por nacimiento y policía universal por derivación. Fuera de los Estados Unidos, su figura fue casi una abominación dantesca que no podía ganar, se decía, porque de lograr penetrar a la residencia oficial seguramente se desataría una crisis general irreversible. Era un verdadero peligro por su talante provocador y la esencia de un discurso complejo que no podía ocultar el odio ancestral de los llamados “gringos” –“Green go home”, como expresaron los mexicanos invadidos en 1847-, contra quienes eran visto, nada más, como males necesarios si se dejaban explotar.

El paralelismo con Trump es evidente. La diferencia es que Trump ganó.

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